Dom. May 5th, 2024

Una chica con una calavera tatuada en su pierna (que vomita pétalos de rosa) está fumando un pucho apoyada en un auto, en un patio de piedras trituradas. Aparece un chico, de cresta, campera de jean y tachas, con apliques de bandas en la espalda, trae un vaso gigante de cerveza, se apoya, también, en el capot de un auto. Ella es fotógrafa y vino a retratar el show, él es guitarrista y está por debutar con su banda.

¿Dónde vive esta gente durante el día? ¿Dónde se esconden?

Es 2009 y están en “el patio” del Teatro del Viento, en Neuquén capital, un reducto que no existe más, que ahora se convirtió -como al parecer todos los reductos históricos para el rock (como Cemento)- en un estacionamiento.

Pero esta noche, el 29 de diciembre, son los Villancicos Vrutales, un ciclo organizado por el poeta y periodista Alfredo Jaramillo, donde toca una banda y después leen unos poetas, después otra banda y así en un ad eternum de oscuridad.

Todo está teñido de negro y es profundamente rockero.

Esa noche leen, entre otros, Macky Corbalán, Héctor Kalamicoy,

Verónica Padín, Gustavo Lupano y el organizador, y algunas de las bandas de esta noche patagónica son Volva, Atrás hay Truenos y Ruta del Desierto.

Esa noche fue la primera vez que fui y descubrí que en mi ciudad, donde nací y me crié, había gente como yo. Personas que encontraban en la distorsión de una guitarra y en el bramido de una voz una explicación como la que yo necesitaba.

No lo sabía, pero buscaba entender qué era eso que sentía, algo estético pero también fundacional, una densidad que solo los patagónicos percibimos como propia y es tan difícil de explicar para los de afuera.

Sí, tenemos estos paisajes y también hay otra cosa, que deja un rastro, es lo que hace el viento persistente en la psiquis, las marcas del desierto en la piel, y es, sobre todo, el peligro a los que nos sometemos quienes vivimos aislados, aquellos olvidados por el mundo.

Esa noche me hice amigos para toda la vida, como la fotógrafa y el guitarrista, y un lugar al que volver cada vez que hubiera oscuridad.

Hoy, hay un estacionameinto donde funcionaba el Teatro del viento.

Adentro, el Teatro del Viento era grande, polvoriento, siempre a medio hacer, con paredes -creo- verdes irlandés o naranja aladrillado, había telones pesados sobre un escenario bajo que estaba todo a lo largo de uno de sus laterales, perpendicular estaba la barra larga con un menú sencillo: fernet, coca, birra, empanadas, pizza.

Las sillas de plástico y las mesas se apilaban a un costado cuando la noche se caldeaba o se preparaban como café concert si recién estaba

iniciándose, abrían el espacio como acordeón para, tal vez, 250 personas o lo cerraban para 50.

Un valor para la ciudad

¿Qué hace de un reducto independiente, sostenido a pulmón, un poco turbio y muy luminoso en la voluntad un lugar que marca la vida de un pueblo, de una ciudad?

En Neuquén las noches de verano son más largas que en Buenos Aires. No de hecho, pero sí en la práctica. En enero cae el sol cerca de las 21:30 y a las 5:45 el cielo ya está aclarando. Y en aquella época, la noche seguía adentro del Viento.

Teatro del Viento. Teatro del Viento.

Le pregunté a algunos amigos, ¿te acordás por qué fue tan especial para nosotros?

Las anécdotas caen en mi teléfono como fotos: “¡La tierra que había ahí adentro!, me destruía por la alergia”; “Yo me acuerdo que cada vez que entraba, El Torni me decía que había arreglado la mochila del baño ¡y nunca estaba arreglada!”; “Una vez cayó Roberto Pettinato como a las 3 de la mañana a tocar con Chino Sanador, una banda tributo de Sumo, él no sé dónde se había presentado, se enteró del show y fue. No sé si era su saxo o se lo prestaron, pero tocó unos temas”;

En el Teatro del viento pudimos experimentar las preguntas, los deseos, los excesos que necesitábamos.

Romina ZanellatoPeriodista

“Me acuerdo de los shows de Bulldog y Botafogo, épicos”; “Antes se llamaba La Curtiembre, fue hogar de las primeras fechas de Los Truenos, ahí tocaron los platenses de El Mató el fin de semana que mataron a Carlos Fuentealba”; “Era uno de los pocos lugares donde se podía escuchar una banda y bailar”.

Lo más extraño es que no era siempre rockero.

El Torni o El Tornillo, era Martín Garay, el director del Teatro del Viento, que después pasó a llamarse Teatro El Viento, por un conflicto con uno de nombre similar en Viedma. A él le interesaban las escénicas: el clown, títeres, danza, cuentacuentos y varios etcéteras. Si no estabas precavido en lugar de caer a un show del sello Venado Records terminabas participando de un varieté.

“Lo mágico de ese lugar y esa época es que estaba todo dispuesto, el sonido, la onda, todo. La gente salía del río al atardecer, se iba a la casa a comer algo y cambiarse y a la 1 estaba en El Viento, por ahí empezaban a las 3 los shows, era de día y seguíamos tocando. Me acuerdo una fecha donde Dragonauta terminó a las 6:30 y El Topo jodía con ‘¡ahora vamos al río!’ cuando estaba tocando el último tema”, me dice Jorge Conde, uno de los fundadores del sello.

Volver pateando las calles vacías en la primera mañana, saludar al canillita de la esquina, acostarse con el sol en la cara y la boca empastada de tanta cerveza.

Ahí también escuché por primera vez a Eruca Sativa en 2011, en un show explotado de gente, de pibes que bajaron del oeste y de las bardas para celebrar con nosotros los siete años de nuestro medio autogestivo, Comahue Rock.

Fue ahí también donde vi bandas under nacionales como Buffalo y Humo del Cairo. Pero sobre todo fui muchas veces a escuchar a las locales de mi generación y de la siguiente: Bicho Bolita, Qi, Amorfizz, San Lorenzo City, El viento enloquece a la gente, Julia Inés, Mitosis, Yamarada Mou, Puel Kona, entre tantas otras.

Al Viento podías ir cualquier día, no importaba lo que hubiera, siempre había amigos afuera si lo de adentro no era lo que se curtía y viceversa.

En el teatro siempre había espacio para darle lugar a los proyectos propios, de esa ciudad tan chica, en 2010 con apenas 300 mil habitantes, antes de que Vaca Muerta fuera un concepto que se repitiera en los diarios y la mina de oro fuera descubierta para unos pocos o que las torres de 20 pisos interrumpieran el paisaje de la barda.

Ese edificio de Juan B. Justo 648, que cerró sus puertas tal vez en 2017 (fue tan lento y paulatino que nadie sabe con precisión cuándo pasó) hoy tiene autos estacionados en su interior.

Ahí pudimos ser y experimentar las preguntas, los deseos, los excesos, las distorsiones que necesitábamos. Pudimos aprender quiénes éramos, lo que llevamos para siempre.

Ese es el valor de un reducto cultural independiente en una comunidad. Hay que valorarlos.

Hoy, en Neuquén, lo hace Morrigan. Que nunca nos falten.

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